Venía de llevar un centro de flores para una mamá que había acabado de tener a un bebé y me tocaba llevar una corona y un almohadón funerario a un tanatorio donde despedían el duelo a un señor mayor. Este oficio es así, alegría y tristeza, bienvenida y adiós.
El tanatorio estaba en la carretera que sale de Valencia hacia el sud, en un polígono industrial. Con la experiencia de haber llevado muchos arreglos florales funerarios me pasa que puedo anticipar si el entierro es más o menos triste, según veo familiares en la puerta del tanatorio fumando y charlando, y este era el velatorio más relajado que había visto en mi vida.
Tengo por costumbre dar el pésame cuando llevo flores para un entierro, es una costumbre que heredé de mi padre. Y así lo hice. Me costó saber quién era familiar directo porque no había ni un mínimo de tristeza entre los asistentes. Al final, preguntando, me indicaron dos chicas que eran las hijas del señor fallecido.
Me acerqué a ellas, que estaban charlando con la gente de forma distendida, como si fuera una fiesta de cumpleaños. Me presenté y les di el pésame. Ellas me lo agradecieron sin quitar la sonrisa de su rostro y continuaron la charla que yo había interrumpido. Saliendo del tanatorio, descolocado, me atreví a comentarle a una señora que aquel era el funeral más extraño que había visto, que parecía una celebración. Ella me miró sonriendo y me dijo que era justo eso, una celebración. Y yo le pregunté -¿Y qué celebran? – Vivió haciendo lo que quería, era bueno y tenía gente buena a su alrededor siempre, viajó por todo el mundo, y murió muy mayor y sin dolor. Además, él quería que su funeral fuera alegre. ¿Dónde está el problema?.