Cuando vi la iglesia donde se iban a casar, mi primera impresión fue pensar que cómo podía ser que yo no conociera esa joya estando a poco más de media hora de Valencia. Era una iglesia pequeña y muy alta. De arquitectura no soy experto pero diría que era gótica. Ellos no eran los novios más previsores del mundo, de esos que empiezan a planear su boda a dos años vista. Se casaban en tres meses, así que nos pusimos manos a la obra con los arreglos florales para bodas.
Decoraríamos el altar con peonías, rosas y hortensias, todo en blanco y algún toque color rosa suave. La novia quería que en los bancos hubiera arreglos florales muy sencillos, de paniculata por ejemplo. A la entrada de la iglesia les sugerí decorar con una guirnalda enorme enmarcando la puerta, y el arco, en lugar de ponerlo fuera, lo íbamos a poner dentro de la iglesia, para que la entrada de ella fuera de cuento. Según les explicaba las ideas, ellos empezaban a visualizarlas y se entusiasmaban, se miraban cómplices y esa era la señal de que iba a quedar precioso y a su gusto.
Hablamos de cómo decorar el salón, del coche, del boutonniere que llevaría el novio o de la decoración para su casa, y de que ese detalle típico que se entrega a los invitados a la boda sería una planta de orquídea blanca, cosa que les encantó. Solo faltaba por hablar sobre el ramo de novia y entonces ella, decidida, sacó el móvil y me enseñó una foto muy antigua, color anaranjado, con una pareja en el día de su boda: él, alto y atractivo, con el pelo bien peinado y con un traje negro y camisa blanca. Y ella, rubia y ojos claros, de blanco y con un ramo redondo de flor variada en la mano. “El ramo tiene que ser como este”, dijo mirando la foto con ternura.