Mis ojos aún están vidriosos cuando oigo sus lloros por primera vez y sé que es el día más feliz de mi vida. Una enfermera se acerca a mí y me da a mi hija. La tomo en mis brazos instintivamente seguro, me acerco a mi mujer y la miramos los dos a la vez, llorosos, más cómplices que nunca antes. Ha costado mucho en traerla pero ya está aquí y sé que daría la vida por ella. La daría por cualquiera de las dos.
Ella coge a mi hija y se la pone en el pecho y la pequeña, como por arte de magia, busca el pezón que tiene que darle la energía que necesita. ¿Cómo puede saber a dónde tiene que ir para alimentarse? Cierro los ojos un momento.
Cuando abro los ojos estamos entrando en casa inmensamente emocionados, hace dos días salimos dos y hoy entramos tres. Somos una más en casa y la felicidad que nos llena tapa las dudas que no van a tardar en aparecer.
Al entrar a casa nos encontramos todo exquísitamente limpio. Mi madre, daba igual lo que le dijera, iba a venir a ordenarlo y limpiarlo todo. Nos ha llenado la nevera y nos ha cocinado para días. Las abuelas…
Hay un jarrón de flores en la mesa del salón. Cómo es mi madre. O ¿es cosa de mi padre? Un ramo de dalias rosa y fucsia.
Pienso que la casa está impoluta. Mi mujer está perfectamente. Mi hija también. Yo siento felicidad. Ponemos a la niña en el moisés y nos quedamos mirándola. Aún lleva la pulsera del hospital con su nombre. Dalia. No puedo imaginar un momento más feliz en mi vida.